“Había estado en muchas reyertas y tenía varias cicatrices. Había conocido de cerca la muerte a los 13 y 14 años durante las batallas en contra los Moros en Orán y Melilla. Había aprendido a reconocer el ruido de la fusilería y del cañón. Y había sufrido penurias y privaciones a bordo en un buque cuando combatían a los ingleses.

En aquella madrugada de Arjonilla, parecía como si nadie respirara, y el choque contra el metal y la carne llegaba como un estrépito y como un desahogo irracional y salvaje. En esos momentos nadie pensaba en la patria, ni en su familia, ni en su destino, no había ni siquiera pensamiento: solo entrevero y ansias de matar.

San Martín sin embargo, tenía la obligación de mantenerse lúcido en la tormenta, un verdadero estratega nunca pierde la cabeza en una arremetida. Los veinte jinetes de su pelotón galoparon con los ojos bien abiertos y se llevaron por delante a los franceses vitoreando a España y Fernando Vll, y riéndose a viva voz de los antepasados de Bonaparte.

La colisión fue eléctrica y estuvo llena de ruidos escalofriantes: tajos, golpes, quejidos, alaridos y relinchos de espantos. Un cazador español le partió el cráneo al medio a un cabo francés y dos soldados forcejearon para acuchillarse y rodaron al piso, enredados y sangrientos. Hombre contra hombre, espada contra espada, se escuchaban los tañidos de metal y los insultos. Hasta que una punta acertaba entre costilla y costilla o atravesaba el pecho de alguien o se enterraban en los riñones de un infeliz. O hasta que el filo de un revés bien dado degollaba a un soldado francés o le habría un callejón en la barriga.

También había pistoletazos a quemarropa que destrozaban un corazón o borroneaban una cara. Disparos cortos, alaridos largos.

El parte de batalla describía luego las maniobras de san Martín como una acción de “inusitada intrepidez”. Su pelotón surgió como un relámpago mortal y los soldados franceses caían como moscas. En la desesperación, y viendo quien mandaba en aquella mañana, un oficial francés señaló a San Martín y les gritó a sus guerreros que le dieran muerte. Pronto lo rodearon seis tipos peligrosos, el capitán atravesó a uno con su sable corvo y bajó a otro de un mandoble, pero alguien pechó a su caballo negro y lo hizo tambalear. Hombre y bestia rodaron y el capitán quedó por un momento aplastado y a la merced de las espadas. San Martín no tuvo tiempo siquiera de pensar que estaba perdido. Juan de Dios, soldado valeroso, apareció de la nada, derribó a un francés de un sablazo, mantuvo esgrima con otro dos y sirvió de escudo humano. Cuatro años después, dos granaderos Juan Bautista Baigorria y Juan Bautista Cabral, lo salvaría al gran Capitán de idéntica manera en el combate de san Lorenzo.

San Martín vio como el oficial francés y varios de sus soldados huían hacia los bosques de Olivo , “a ellos a ellos” , gritaban los españoles, cuando de pronto sonó el clarín dando la retirada. “Nos quitan la gloria” dijo Juan de Dios, sigamos capitán, unos minutos más y los tenemos a todos ensartados. San Martín calmado, y con una mirada de reproche ante la insubordinación manifiesta dijo: ¿No escucha la orden de nuestro comando? A retirada, grito para ser bien oído.

Sofrenados pero alegres sus hombres se descargaban en abrazos, felicitaciones, risotadas y blasfemias. San Martín en cambio, miraba los rostros fieros y descolocados de los soldados franceses muertos, hombres curtidos, veteranos de huesos grandes y también el cuerpo de algún imberbe que había jugado a ser mayor y que terminaba su corta vida allí tirado en el lodo. El capitán despertó de su abstracción y del horror cuando escuchó que sus hombres lo aclamaban. Un oficial que los conduce a un triunfo rápido y aplastante enardece siempre a la tropa y gana su admiración eterna. San Martín respondió con timidez a esos festejos y ordenó el regreso.

“Mucho sintió San Martín y su tropa que se le escapase el oficial y demás soldados enemigos, pero oyendo tocar la retirada hubo que reprimir su ambición” escribió un periodista. Luego informó que san Martín había sido ascendido a capitán agregado de Regimiento de Caballería de Borbón.

Este texto fue la base de un edicto que de la junta de Sevilla volanteó una y otra vez para retemplar el ánimo de su ejército y del pueblo. Todos se burlaban de cómo escapaban aquellos franceses. No sabían que aquella escaramuza del Capitán San Martín era solo el prólogo de la gran batalla de Bailen, donde correrían litros de sangre provenientes de 45.000 hombres enfrentados, y donde se cambiaría la historia para siempre, terminando con el asedio Napoleónico.

Lo que resalta de San Martín en esta batalla, es su apego a las normas, a las leyes y la obediencia a sus superiores, no dudó un instante en cumplir con el llamado a retirada, a pesar de que las circunstancias y la voluntad de los demás indicaban lo contrario.

Otro aspecto es su humildad, ante el triunfo aplastante, conserva el respeto por los vencidos y por los muertos enemigos, en vez de festejar la victoria por sobre la muerte de soldados, distinguiéndolo del resto y haciéndolo único.

El otro aspecto digno de señalar , es el referido a la estrategia y el valor puesto de manifiesto para vencer al enemigo, haciendo rápida la victoria y ahorrando vidas de su Bando.